Me ha llegado un mensaje por Whatsapp de Sara Mergult, una chica española que vive en Nairobi, que trabajaba conmigo y que es uno de los grandes apoyos de Karibu Sana en Kenia. El fin de semana estuvo paseando por el centro de la ciudad (lo que allí llaman town). Al subirse al matatu (el autobús público en esa ciudad) se le acercó un niño a saludarle desde fuera del vehículo. Era Sammy, antiguo residente en Kwetu Home of Peace (el centro de acogida de niños de la calle). Iba todo sucio, desastrado, y muy mal por consumo de droga. La conversación, con el bus a punto de arrancar, fue urgente: no tuvieron tiempo más que para intercambiar unas frases que por parte de Sara fueron de ánimo y de deseo de reunirse de nuevo con el chico, con más tranquilidad.
A Sammy le dio tiempo a decirle que hacía cuatro meses que había terminado en Kwetu, y que tuvo que volver a casa. Pero allí la situación de pobreza seguía siendo radical, y en poco tiempo decidió escaparse de nuevo. Solo volver a la calle, él tiene ahora 15 años, comenzó el consumo de droga, el robo, el miedo, el frío. Me aterroriza pensar que durante mi último viaje, en junio, él ya estaría perdido por los barrios de Nairobi.
–»¿Por qué no vas a Kwetu y pides ayuda?», le preguntó Sara.
–»Por que me da vergüenza que vean cómo han malgastado el dinero en mí», contesto el muchacho.
Sammy, el primero al que me encontré en ese centro cuando fui a conocerles. Que tenía una cara con luz propia, y estaba en esa etapa de la ‘madurez de la infancia’ que hacía que todas las conversaciones con él resultaran interesantes. Que me narró la historia de su escapada, las palizas que le dieron unos traficantes de droga, las risas que le produjo las dos veces que escapó de la comisaría. Que fue madurando en Kwetu, hasta el punto de pedir ser bautizado como católico hace apenas un año.
–»Javier, espero reunirme con él hoy en un centro comercial. ¿Qué hacemos?», pregunta Sara.
–»Primero dile que le quiero, que le queremos todos un montón. Y que en Kwetu no va a decepcionar, sino a dar una gran alegría con su vuelta. Y que estoy dispuesto a que le paguemos el colegio hasta que acabe, y luego la universidad o lo que sea. ¡Pero que vuelva! Dile que antes de ir a un internado tendrá que pasar un par de semanas en Kwetu cogiendo el ritmo, y limpiándose por dentro de la droga. Pero que no pasa nada, ¡que no pasa nada!»
Al rato me escribe Sara diciendo que ha esperado durante una hora y que Sammy no ha aparecido.
–»Intentemos otra cosa», respondo. «Te mando unas fotos con su cara. Por favor, vete con alguien a la zona donde le viste, en town, y enseña a los niños de la calle con que te encuentres la imagen. Diles que le avisen que la chica blanca le busca y que le espera en Kwetu. ¡A mí con David me funcionó hace ya un año y el niño está feliz y a buen recaudo!».
Lo va a intentar. Me siento mal, como si no hubiera hecho lo que debiera. Quedé hace seis meses con la directora de Kwetu, Sister Carol, que nos teníamos que encargar de enviar a todos los que terminaran a internados, porque si no el 70% vuelve a la calle. Pero lo que duele no es la estadística: es que Sammy está ahí fuera, sufriéndo muchísimo. Y como él, un montón de niños –cada uno de ellos– que son todos víctimas.
¿Le rescataremos? ¡Ojalá! Ayúdanos, con tu dinero y, si puedes, con tu oración. Sammy lo necesita. Y nosotros también.