Os presento una historia, casi una descripción, escrita ahora hace dos años:
5.11.2015
Voy todas las semanas a Kwetu por lo menos dos o tres tardes. Me da la vida estar con ellos, especialmente si la jornada de trabajo ha consistido en 7 horas leyendo, pensando y construyendo una clase en la que explicar a Rousseau a mis alumnos de 3º de Administración de Empresas.
El miércoles pasé por allí. Muchos de estos niños no saben inglés. Por eso me lancé a cantarles Malaika (‘Ángel’, ¿recuerdas a Bonnie M?) que se sabían perfectamente, y les hice reír por mi falso kswahili.
Antes les vi rezar. Impresiona ver a estos pobres abandonados (abandonados hasta que alguien se preocupó de recogerlos: ¡si no fuéramos tan egoístas y necios, cómo sería el mundo!) dirigiéndose a Dios, a Jesús, a la Virgen María. Primero cantan (bastante mal, por cierto), luego recitan las oraciones de siempre, luego me piden a mí que rece algo (y me lanzo a decir en español el ‘Bendita sea tu pureza’, para que la Virgen les conserve esa belleza de alma que tienen ahora) y, de pronto, se ponen de rodillas escondiendo la cara contra el asiento de una de las sillas, y un guirigay de cuchicheos, súplicas, casi llantos, recoge la oración personal de cada pequeño. Rezan por los padres que están lejos, por sus benefactores, porque aprendan a escuchar y a ser obedientes, porque nunca más vuelvan a encontrarse solos, abandonados en la calle. Pocas veces había visto algo más conmovedor, e interiormente doy las gracias a Dios por ser testigo de ello. ¿Aprenderé alguna vez a pedir?
Les acompaño en la cena y voy hablando con unos y con otros. Sale el tema de la Navidad. Casi ninguno ha tenido nunca un regalo. Peter me pide que le lleve unos patines; otro quiere unos guantes de portero; al más pequeñajo (8 años, desde los 3 viviendo allí) le pregunto si le gustan los juguetes, y se pone como una moto: «¿Un Spiderman?», y lo imagino por las grises habitaciones de Kwetu con su muñeco en mano, volando de una cama a otra, pues con su imaginación ha convertido a estas en rascacielos.
Luego observo que Peter, el que pide patines, está con cara triste al terminar de la cena. Le acompaño en un aparte de veinte minutos, trato de tranquilizarle con mi voz de barítono, le hago bromas, le cojo de la mano…, pero todo es inútil: El niño hipa, llora y no suelta prenda.
–«¿Qué le ocurre?», preguntó a Mose, el profesor, antes de irme.
–«Probablemente es porque mañana vamos a ir a su casa, a ver a sus padres, a contarles nuestro plan de rehabilitación, y él tiene miedo. Sabe que al escaparse hizo algo muy grave, y teme que le peguen. O que no le dejen volver aquí. Nosotros queremos que los padres sepan que su hijo vive, que está bien, y que tiene una oportunidad. ¡A ver qué tal mañana!», me explica.
Niños risueños, niños abandonados, niños que por toda posesión tienen un par de camisetas y de pantalones. Niños que han encontrado en la misericordia de Dios –y en la misericordia de los que siguen a Dios– la posibilidad de vivir una vida plena. Lo tienen difícil, pero pueden. Y, desde luego, con ellos descubres que hasta el último de los hombres –los más débiles, los niños del pegamento, la calle, las palizas, el hambre– merecen el don de todo el amor del mundo.