Una la ofrecía Javier, con su dulce voz de niño de 9 años sonando al otro lado del teléfono: «Quiero ayudar a Karibu Sana, pero tendrás que esperar un poco. Hasta la segunda semana de mayo no hago mi Primera Comunión. Pero cuenta con mis regalos. ¿Vale?».
Otra llegaba de un antiguo alumno y de su novia. Ella becaria de doctorado en una universidad, él abriéndose paso en las procelosas empresas de consultoría, han decidido dejar parte de sus todavía magros sueldos en cuidar de los estudios de una niña en los slums de Nairobi.
Y otra de una persona que me contaba con congoja que acababan de vender una casita de campo (el ‘chalet en la sierra’), donde había disfrutado tanto viendo crecer a sus hijos, y había decidido desviar una parte de lo obtenido para cubrir el esfuerzo de educar a un amplio número de pequeños: «Me gusta la idea de que el lugar que hizo tan feliz a mis hijos pueda ahora hacer feliz a otros niños», decía en su carta.
Algo similar ha sucedido con unos cuantos amigos que se han decidido a regalarme por mi cumpleaños lo que pudieran rascar de sus bolsillos. O con ese matrimonio que ya se encargaba de dos niños y han decidido hacer un esfuerzo para acoger a un tercero.
Todo son maravillosas formas de voluntariado en Kenia.