Colaborar con Fundación Promoción Social tiene varias consecuencias para Karibu Sana. La más visible, sin duda, es el respaldo legal que nos proporcionan, como nos ocurría con Fundación Valora. No solo el dinero que donan los socios se mantiene siempre en cuentas ajenas a particulares y tiene una trazabilidad perfecta, sino que también desde allí se encargan de la dimensión burocrática (¡tan necesaria!) de la solidaridad: certificados, llamadas, seguimiento…
Pero Fundación Promoción Social lleva también 30 años en el terreno de la cooperación, y eso lo estoy notando cada día. Por un lado, porque tienen información sobre convocatorias de ayuda a la cooperación que nos vienen muy bien. Por otro, porque tienen personal más que curtidos en estas lides de pedir, que son tan técnicas y requieren tantos documentos (un mundo totalmente ajeno a un pobre filósofo como el que esto escribe).
En lo primero, por ejemplo, tengo a Rosella, que vive en Roma. Vino a Madrid y charlamos largamente sobre una convocatoria de una institución italiana (la nombraré si todo se anda bien) que podría encargarse de mis pequeños ‘sueños’ de mejora en Kwetu Home of Peace. Estoy hablando de 150.000€, que llegarían por una vía independiente a las donaciones de particulares que –como sabes– siempre van dedicadas a pagar el coste de los colegios. Con esa aportación lograríamos el sueño de que Kwetu sea sostenible por sus propios medios (producción de granja y de gallinas, autobús de transporte para los niños, electricidad solar), de forma que dejen de necesitar nuestra ayuda, sean autosuficientes, y nosotros podamos concentrarnos en la siguiente fase de su proyecto: que los niños que acaben en Kwetu vayan todos a internados para evitar el peligro de su vuelta a la calle.
En lo segundo: el desplazado de la Fundación Promoción Social en Etiopía, Rafael, ha viajado esta semana a Nairobi, se ha reunido con Kwetu (Stephen y Sister Carol) y con Desert Streams (el colegio de Judy Oloo en Kibera) para echarles una mano en los presupuestos y peticiones que deben presentar para que podamos ayudarles. Ha sido un encuentro muy fructífero, y muy profesional. Si todo se anda bien, podremos empujar fuertemente también la sostenibilidad de este colegio, para el que vamos a pedir 20.000€ a la fundación de una gran empresa (queremos usarlos en becas para que puedan conseguir los ingresos que necesitan).
Entre tanto, nuestros 115 niños siguen yendo a clase. Y ahora, con el comienzo del 2º trimestre, incorporamos a un buen grupo de los que vivieron en Kwetu. Llegaremos a 150, o más. Algunos acaban de dejar el centro de rehabilitación, pero otros estaban de vuelta en sus casas o de nuevo en la calle (en casa no tenían nada que llevarse a la boca, ni posibilidad de estudiar…). Para ellos, y para los que vendrán (en principio unos 25/30 nuevos cada trimestre) necesitamos nuevos socios: personas y empresas que crean que merece la pena dar donde los ojos no ven para promocionar la vida de niños sin recursos. Con tu ayuda vamos a cambiar sus vidas: vamos a hacer un mundo mejor de una manera que quizá los ‘grandes’ no noten, pero que mejorará la vida de tantos chicos y chicas extraordinarios.
Os deseo una feliz Semana Santa, y te pido que me encuentres gente (y empresas) que pueda entender Karibu Sana y que quiera colaborar con nosotros con sus donativos y con sus oraciones.
1) Hemos dado de beber. ‘Desert Streams’, el colegio que se quemó hace un año (y para el que espero un certificado de actividad ‘pro bono’ para poder empezar un proyecto y construir uno nuevo), llevaba desde el incendio con el colegio desaparecido y sus tanques de agua derretidos.
Eso en Kibera es un problema: el agua es muy cara, especialmente si la compras en garrafas. El cole, que no tiene nada de dinero, se gastaba un buen tanto por ciento en dar de beber a los pequeños.
Desde hace cuatro días es distinto: les hemos comprado un tanque de agua de 10.000 litros que pueden llenar con un camión cisterna, y que les va a mejorar un poco la dura situación.
Niños con clase en la calle: falta el colegio
La congestión de casas es tal que para meterlo en el patio del colegio necesitaron 20 ‘voluntarios’ y pasar el tanque por encima de los techos de las casas, rompiendo unos cuantos de estos. Lo que se viene llamando ‘gastos de transporte’.
El traslado no fue sencillo.Los profes frente al tanque
2) Quiero recordaros que Plácido, un sastre de Oviedo, quiere rifar un traje a medida para todos aquellos que antes del 1 de mayo donen al menos 20€. Como supondrás, el motivo principal no es el traje, sino ayudar, de modo que si son 20 al mes mucho mejor (aunque no tendrás más papeletas). Es un artista total del corte y confección y los elabora tanto en Oviedo como en Madrid, a donde se traslada cada semana. Elegancia y presencia: eso es el buen vestir.
Plácido explicando su iniciativa en la tele
3) Estoy en unas fantásticas negociaciones con un centro educativo de Madrid que quiere sumarse de un modo oficial a Karibu Sana. Ya daré más datos, pero la ilusión suya (y mía) es enorme, y una relación fluida revertiría en la formación de los alumnos de ese centro y en la posibilidad de recibir educación a un buen número de niños y niñas en Kenia.
4) Algo similar pasa con una fundación, en este caso del País Vasco, que me llamaron el otro día para decirme que querían participar de forma institucional, porque les interesa la infancia. Ya daré más datos.
5) Y los trabajadores de Gilmar (una inmobiliaria madrileña/marbellí) quieren volver a ‘liarla’ y apoyar a Karibu Sana en ‘La Global’, un evento de equitación en el Club de Campo de Madrid. Me encontré el otro día con Ignacio, que está organizando algo muy especial, y el primer fin de semana de Mayo promete. Por cierto: el año pasado había cortador profesional de jamón, ¡y jamón!
6) Alguna persona me ha pedido que escriba un libro sobre Karibu Sana. Es una historia abierta, porque trata de la vida real de un montón de niños, y se trata de una tentación fuerte y grata.
7) Hemos empezado gestiones a buen nivel con unas entidades italianas que podrían aportar mucho para hacer sostenible a Kwetu Home of Peace, el centro para 120 niños de la calle: una granja, un gran gallinero, energía solar, el autobús que tanto necesitan y que todavía no les hemos podido ayudar a conseguir, etc. Agradecería oraciones por esto, porque podría ser un cambio de paradigma económico para ellos.
Mi hermano y mi debilidad…
8) Mandé una carta a 240 personas contándoles las necesidades que tenemos, y cómo varios de los que nos ayudan no habían cambiado a la cuenta corriente de la nueva fundación. La respuesta a esa petición ha sido fantástica. Quizá alguno de vosotros tenga todavia que hacerlo, o se anime a hacerlo: ¡es muy fácil! Y hace una auténtica diferencia. Pulsa el botón DONAR de la página web y en dos minutos lo tendrás terminado.
Gracias por todo. Empuje no nos falta, la labor de la Fundación Promoción Social es fantástica, y el trabajo de los que están en Nairobi (Michael Babu, Luis Borrallo, Sor Caroline, Stephen de Kwetu, Judy y Tobias de Deser Streams) es impresionante. Rezad para que no nos falte nunca la alegría…, ni un montón de ganas.
Moses Wafula está hecho de roca. Es un chico pequeño de estatura, que tiene ya 14 años. Sus dedos son muy cortos, sus ojos son brillantes, su voz suena cascada. Ha pasado en la calle 5 meses, «dedicado a mendigar y a esnifar pegamento», me dijo. La situación en casa no era buena: su madre, extremadamente pobre y caótica, no lograba fondos para dar de comer a los tres niños. Tampoco para la renta: les solían echar de casa de vez en cuando, y a los 12 Moses se marchó a bucarse la vida, dickensianamente.
Le rescataron en Kwetu. Pasó allí dos años. Era el niño que mejor bailaba, y el más listo, y el más alegre. Una mujer se ofreció a financiarle sus estudios. Pero Moses tiene un punto…, y todavía no sabemos por qué, al empezar el segundo semestre se escapó del colegio y volvió a la calle.
Eso enfadó mucho a Sister Angela: «Le han dado una oportunidad y no la ha querido aprovechar. ¡Tanto el niño como su madre me tienen cansada», me dijo, en los últimos meses que dirigió Kwetu, ya mayor y cansada de sus largos años de esfuerzos por los abandonados.
Yo había visto a Moses bailar. Le había visto sonreir. Le había cogido cariño. En alguna ocasión fui a los parques a buscarle entre los demás niños de la calle. Al final di con él, porque se decidió a volver a Kwetu y pidió que me avisaran. Charlamos, lo acogí bajo el manto de Karibu Sana y empezó a ir a ‘Desert Streams’ (el colegio con el que más colaboramos en Kibera). Allí le trataban con cariño y Judy Oloo, la directora, me aseguró que era el niño más brillante que había visto nunca.
La madre a veces nos mareaba: yo quería haberle dado un préstamo para empezar un negocio, pero ella lo quería para gastarlo. Le pedí que asistiera a un curso de formación, pero no lo hizo. Me llamaba constantemente por teléfono, pidiendo y pidiendo con voz llorosa. Moses mientras tanto estudiaba.
En noviembre llegaron las vacaciones. Moses había teminado 7º con gran éxito. Tenía dos meses por delante, meses en los que la comida de la escuela ya no estaba asegurada. Moses se puso a ayudar en casa: si no lograba unas monedas no podrían comer durante esas semanas. Las vacaciones en Kenia no tienen mucho que ver con el dolce far niente.
Me escribe:
23.02.18
Querido Javier, ¿cómo estás? Recibe calurosos saludos de mi familia y míos. Escribo esta carta para informarte que estoy muy contento porque terminaré mi educación primaria este año y el que viene iré a Secundaria. Te agradezco muchísmo tu apoyo y prometo no defraudarte.
También escribo para informarte sobre algo que ocurrió en las vacaciones de Diciembre. Me pasaron muchas desgracias y por eso me tuve que poner a vender nueces solvestres en las calles de Nairobi. Llevávamos algunos días sin comer, y el que nos alquila la casa amenazó con echar
La carta de Moses
nos por retrasar el alquiler. Mi madre está sin trabajo y yo vendía las nueces para traer algo de dinero a casa. Con ese dinero comprábamos comida e iba pagando al dueño para reducir un poco la deuda que teníamos.
Un día que estaba vendiendo me atrapó la policía del ayuntamiento de Nairobi y me llevaron a un centro social donde me encerraron durante dos meses con otros chicos que solían mendigar. Yo trataba de explicarles la razón por la que vendía las nueces, pero ellos no me dejaban volver a casa. Me pidieron el teléfono de mi madre, pero cada vez que llamaban la llamada no llegaba. entonces me di cuenta de que mi madre había perdido su teléfono y que había conseguido otro número que yo no conocía.
Yo no podía hacer nada, de modo que esperé que los policías hicieran algo para aclarar mi historia. Les repetía que se suponía que esos días yo empezaba 8º curso pero ellos me contaba que necesitaban que viniera mi madre a explicar por qué motivo me encontraba yo vendiendo nueces en la calle cuando se suponía que yo debía estar en casa. Muchos días también me pegaban: así es como tratan a los niños que sacan de la calle.
Por fin un día vino un hombre cuyo trabajo es devolver a los niños a sus casas. Él se encargó de llevarme a casa para poder hablar con mi madre. Yo estaba encantado de abandonar ese lugar, y por fin llegamos a mi hogar. El hombre habló con mamá y encontraron una solución para mí: yo me quedaría con él en su casa para así poder seguir yendo al colegio.
Fuimos al colegio, a Desert Streams, y el hombre habló con Miss Judy y le explicó lo que me había pasado. Estoy muy contento de haber vuelto a clase y prometo que lograré buenas notas para prepararme al examen de final de ciclo. Estoy preparado para enfrentarme a todo esto, porque solo el cielo es el límite.
Gracias de tu amigo Moses Wafula».
Moses (de burdeos) con su hermano y un amigo
14 años. Dos meses en una celda. Nunca sabremos cuántas palizas, ni el hambre, ni el aburrimiento, ni el miedo. Sin comunicarse con su familia, sin juicio, sin nada aparte de la espera. He hablado con Miss Judy para que le apoyemos también en su manutención. Si no lo hacemos, solo tendrá asegurada la comida en los días de colegio. Pero ni Moses, ni nadie, se merece algo así.
Yo estoy convencido de que en unos años veremos a este niño con título universitario. Y nos asombraremos de los milagros que con vuestro apoyo podemos llegar a realizar.
Es conocido el mito de Sísifo, traído al mundo contemporáneo por la mano experta de Camús. El hombre condenado a subir la piedra al monte, la misma que rodará hacia el otro lado, que tendrá que volver a subir, para caer de nuevo en el punto de partida. Cíclicamente. Para siempre.
La vida de Austin, quizá la de todos, se parece. Austin carga con una piedra llena de dolor. Hasta 5º de primaria era un niño normal, hijo de una familia pobre que vivía unida en el arrabal de Kibera. La madre enfermó, muriendo pronto por causa del SIDA. Nadie sabe si por desesperación, o por cobardía ante la carga de tres hijos, a los pocos días el padre desapareció de sus vidas, dejando a los pequeños abandonados en su minúscula chabola. A día de hoy nadie sabe si ese hombre murió, si paso a Somalia, si existe. La familia se hizo cargo de los hijos: vivirían con el abuelo y con algunos de los tíos de la rama materna, a 60 kilómetros de Nairobi. Las consecuencias para Austin fueron devastadoras: del primero de la clase en 5º, pasó a repetir 3 veces 6º. Sus escapadas del colegio y de casa se repetían, como en el mito de Sísifo. El niño se escapaba para buscar a su padre: primero por Kibera, luego a lo largo y ancho de Nairobi. En una de estas se acostumbró a la calle: la libertad, la falta de ataduras. Cada vez le costaba más volver.
Austin piensa su siguiente paso
Me lo encontré a la puerta de un mercado. Vendía cacahuetes envueltos en papel de periódico, a 10 céntimos la pieza. Yo le pagué 50 por una.
–»Te conozco», me dijo. «En ocasiones que vendía cerca de Strathmore me compraste también por más de lo que pedía».
–»¿Y por qué vendes cacahuetes?», pregunté.
–»Para pagarme el colegio», me respondió, con esa reserva de la verdad que no incluía otras realidades como ‘me he escapado de casa’, ‘me piden dinero por el lugar en el que duermo’, etc.
–»¿Y si vienes a verme a Strathmore con tu madre y hablamos del colegio?»
–»No tengo madre».
–»Da igual. Con quien te cuide».
Y así empezó nuestra relación.
Pasados unos meses, ya centrado en un colegio interno no lejos de su casa, Austin me escribía con frecuencias mensajes al móvil. Me di cuenta de que me llamaba ‘Daddy’, ‘Papá’, y eso me encantó. Fui a verle una vez a su escuela, me lo llevé a comer al pueblo más cercano, y no le importaba lo más mínimo darme grandes abrazos delante de sus compañeros de clase».
–»Austin», le dije un día, «¿quieres que me ponga en el lugar de su padre? ¿Quieres que pase de ser Javier a ser ‘papá’?».
Me abrazó todavia más fuerte, y me respondió que sí.
Austin parece que ya se ha decidido
Terminó el curso. Hizo el examen nacional para pasar a secundaria. Fue un completo fracaso, lejos del aprobado. Yo le dije que no se preocupara, que era lógico con sus constantes estancias lejos de la escuela. Él pareció aceptar los hechos, pero a los tres días me pidió dinero para comprar un cuaderno. Lo utilizó en un billete sin retorno a Nairobi: desapareció en la calle. Una vez quedé con él, me hizo esperar dos horas en la estación de autobuses del centro de la ciudad, comimos juntos y me prometió volver a intentarlo. En un momento dado me dijo que tenía sed. Me dirigí a un supermercado para comprar una botella de agua. Noté algo extraño. Me di la vuelta. Austin habia desaparecido: me dejó tirado, no se encontraba todavía preparado para aceptar ninguna responsabilidad.
A los pocos días volvía yo a España. Al pie del avión, mis últimos instantes de los 18 meses en suelo keniano, conecté con él por vía telefónica.
–»Vuelve, Austin. ¡Hazlo por mí!, ¡hazlo por tu padre!».
Le costó tres semanas decidirse, pero al final volvió.
En junio le visité en su casa. Estaban de vacaciones y pudimos pasar 24 horas juntos. Me cuidaron a cuerpo de rey, construyendo una cama en el salón para que yo durmiera. Charlamos muchísimo, se le veía feliz.
Pero el nuevo cursose le hacía cuesta arriba. Ni el colegio ni la comida le gustaban. Encima pasó algo, un profesor que se quejó de la desaparición de una radio, las sospechas sobre Austin, la amenaza de que vendría la policía para interrogarle. Huyó del colegio, a un mes del final de curso. Me escribía su tía que no sabía que hacer: salía a buscarle por Nairobi. Él a veces se comunicaba, pero siempre mentía, nunca cumplía su palabra.
En enero puede estar con él. Había vuelto a casa dos semanas antes, quizá suponiendo mi llegada. Quedamos en vernos en Ruai , la casa principal de los niños de la calle de Kwetu. Vino. Abrazos. Hablamos del cambio de colegio: iría a uno nuevo, cerca de casa. Abrazos, «no volveré a escapar, papá, lo prometo». Nos hicimos unas fotos, renovamos nuestra filiación/paternidad, me llené de esperanza.
A los tres días me volvió a llamar su tía: Austin había desaparecido de nuevo. Yo, que ya no le tengo miedo, pedí a la buena mujer que se tranquilizara:
–»Volverá, ¡siempre vuelve!». Como Sísifo.
Father…, and son
Y así ha sido. Hace tres días ella, Priscillar, me escribió de nuevo:
«Hi Javier, hope you are doing okay, am glad i found Austin a day before yesterday and I took him to a nearby school yesterday but i did it in hurry. i was kindly asking if you could please assist because he left in a hurry and i didn’t have sufficient funds to buy him anything and the school principal is already calling saying he will send him home. i need atleast 2,500/= for stuff he needs. sorry for telling this in such a short notice it is because everything happened so fast. am at a cyber».
Austin ha vuelto. Hasta la siguiente vez. Le repito a Priscillar que le diga al muchacho que no se preocupe: que aquí (con ella, conmigo) está su familia, y que la familia es el lugar al que siempre se puede volver. Como Sísifo.
Karibu Sana funciona gracias a las donaciones que recibimos.
Todas son maravillosas. Algunas son puntuales, otras llegan cada mes, todas suman. Algunas tienen ese sabor de heroísmo de los que comparten sus ajustados presupuestos. Otras vienen desde personas con medios económicos que, siguiendo la expresión que tanto he escuchado en Kenia, quieren ‘devolver a la comunidad’ lo que han recibido.
Es verdad que con las empresas a veces cuesta. Nuestro problema es doble.
Por un lado, se trata de una donación con ‘poco retorno’. Hace un tiempo comentaba en una empresa del sector inmobiliario si podíamos compartir un proyecto. Me aseguraron que parte de la dificultad son la cantidad de propuestas que les llegan cada semana. Pero también que hacer algo en Kenia, por muchas fotos que reciban, no tenía la misma repercusión que hacerlo en Madrid.
Por otro, algunas empresas grandes tienen una comprensión de la ayuda que a mí se me escapa. Esta semana, en mis clases de Ética Empresarial, hacía ver a mis alumnos que lo que habían gastado durante 2016 dos grandes multinacionales en sus muy publicitadas campañas solidarias era el equivalente –por medio de una sencilla ‘regla de 3’ que me las vi y deseé para recordar cómo se hacía– a una persona con un sueldo mensual de 2.000€ dando 16€ al mes o 4 a la semana. Mi pregunta era muy simple: ‘¿Os parecería ridículo haceros una foto entregando esa cantidad en el cepillo de la Iglesia o a un pobre en el Metro, foto en la que quien lo recibe tendría que salir sonriendo como si hubiéramos eliminado con nuestro gesto la maldad del mundo?’.
Y es que no sé ser popular. En una ocasión otra gran empresa aceptó una propuesta nuestra pidiendo un medio de transporte para niños de Kwetu, de los que algunos andaban hasta 24 km al día para ir y volver de la escuela (con el precio de que un buen grupo había abandonado el programa por agotamiento y habían retornado bajo los puentes y a la droga). Preparé un vídeo, escribimos una narrativa y un presupuesto… y al cabo de dos semanas nos dijeron que les había encantado pero que los 5.000 € se los había llevado otro de los tres proyectos presentados. En mi afán de ‘hacer amigos’ les escribí una carta. Les hacía ver que con los beneficios de la empresa (públicos en internet) podían perfectamente haber financiado los tres pequeños proyectos (e incluso 300). También les di las gracias por su ‘estudio del proyecto’, y les aseguré que por ahora esos niños seguirían andando casi 6 horas al día. Y les lancé una pregunta ‘inocente’: ‘¿Me aconsejáis para próximas ediciones de la convocatoria que los niños que salgan en el vídeo lo hagan llorando para que conmuevan a los jueces?’. Sentí vergüenza.
¿Un empujón a cada una?
No la siento cada vez que experimento la generosidad, asombrosa, de tantas personas. Una que aporta 5€ de su pequeña pensión. Otro que, aprovechando el cambio de Fundación, revisa lo que da y llega al acuerdo con su mujer de doblarlo. Otro, extremadamente generoso y con grandes posibilidades económicas, que ante mi insistencia de que quizá podría venirse a Kenia a conocer de primera mano lo que hacemos, me insinua que mejor que no, ‘que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha’. Están también los que donan lo que sabe hacer: una web, una lista de contactos que podrían entender lo que hacemos, ¡un traje porque es sastre!, su tiempo… Y los que ‘despiertan a la realidad’, y ‘adoptan’ a un niño porque hacen todo lo que pueden por sus propios hijos y entienden que también ese desconocido se lo merece.
Pero por encima de todos está Nerea. Fui a casa de un matrimonio amigo. Allí conocí a su hija, de 9 años. Tímida, se me acercó gracias al típico empujón de madre instándola a hablar. Me agaché y me puse a su altura. Me dijo: ‘Esto para uno de tus niños’. Me dio 30 euros, sin un gesto de duda. ‘¡Nerea!, ¡me emocionas!, ¡me has dado de los pocos ahorros que tienes!’. Responde, con su magia de niña: ‘Bueno, ¡no te he dado tanto! ¡En la hucha tenía 143!’. Me aseguró la madre que fue una decisión de la niña, movida por los relatos de esta web, que de vez en cuando leen juntos en casa.
Como ella, son bastantes los niños y niñas que se deciden por un ‘cumpleaños solidario‘, o porque sus regalos de Primera Comunión sean para educar en África: ‘¡Solo quiero dinero!’, exigía Ignacio hace ya más de un año, y lo cumplió.
Las donaciones. En los últimos días una gran empresa nos ha hecho un donativo que cubre la educación de todo un año de 7–8 niños en un colegio interno, o de 35–40 en escuela de día.
En los últimos días hemos recibido varias donaciones más.
Sister Carol, de blanco, con niños de Kwetu
Una, muy generosa, iba con la condición de que fuera aplicada para los niños de la calle de Kwetu. Me contó Sister Carol, la directora, que el mayor drama que tienen es que cuando los niños terminan su estancia de dos años con las monjas, y se reintegran con sus familias, con demasiada frecuencia vuelven a la calle a causa de la pobreza o a causa del rechazo que reciben de parte de sus padres. Sister Carol y yo coincidimos en la solución: que cuando acaben todos se puedan incorporar a colegios internos, que les saquemos de verdad de la pobreza, que trabajemos en esa oportunidad irrepetible de aprender. Y eso es muchísimo dinero, porque Kwetu cuida de 120 niños, y cada año terminan el programa unos 60. Un colegio interno son 700/800 euros al año por niño (¿qué cuesta un colegio interno en Inglaterra?), y es la diferencia entre una oportunidad de vida o el desastre de la droga y la violencia. Esta nueva donación –unida a otras recientemente recibidas– me permitió escribir, apenas tres minutos despues de haberla recibido, a Sister Carol y a Michael Babu informándoles que de pronto tenemos los medios para cubrir la educación de otros 30/35 niños antes en la calle. ¡Cómo lo celebramos!
Peter, antiguo de Kwetu, que va y vuelve de la calle
Un dicho judío dice que ‘Quien salva una vida, salva al mundo entero’. La donación de Nerea, la de esa empresa multinacional que piensa en algo más que en los resultados, la de aquella persona pudiente que sabe las consencuencias impresionantes que tiene su acto de dar, las de todos vosotros, no hacen más que salvar vidas. Sois realmente eficaces de cara a mejorar este mundo nuestro.
Y encima sin recibir aplauso, solo oraciones que suben como humo blanco al Cielo desde los corazones de esos niños. Creo que sé bien quiénes son los que, de verdad, salen ganando por todo esto. ¡Gracias!
A través de una gestión de Marta, fraguada a lo largo de los meses, Sastrería Plácido (Oviedo y Madrid) se ha animado a rifar un traje a medida entre las personas que durante un plazo (desde hoy hasta el 1 de mayo) colaboren al menos con 20 euros con Karibu Sana.
Sastrería Plácido es el lugar donde a mí me encantaría hacerme un traje: el nivel de artesanía y calidad es impresionante. Pero es que encima Plácido tiene un gran corazón, y nuestros niños le han entrado por los ojos.
Es una oportunidad excelente de descubrir el papel de la sociedad civil (sorry, ¡es mi vena de filósofo!): gente normal que se apunta a cambiar el mundo porque se dan cuénta de que eso está justamente en nuestras manos (no es algo abstracto, los niños de Karibu Sana tienen todos nombre, apellidos ¡y mirada!).
Os animo a todos a participar. Por el traje…, pero sobre todo porque estos pequeños tengan una gran oportunidad de mejorar su vida. Al donar, manda un mail a placido@sastreriaplacido.com ¡y entra a formar parte de un sueño!
¡Cuento contigo!
El mejor modo de cambiar este mundo es sin duda por medio de la educacion. Karibu Sana busca conseguir que todo ni…
Son algunos de los 25 recién incorporados a Kwetu. Rescatados de la calle, se enfrentan a las primeras tres semanas (las más duras) en las que sentirán la llamada tentadora de la aventura y, sobre todo, del pegamento. Tienen que pasar un síndrome de abstinencia, para lo que se volcarán en muchísimo deporte y juegos, a la vez que en darles el sentido de pertenencia a un hogar que es lo que más les falta.
Uno de estos niños nació en la calle, pues su madre no tenía hogar. Tiene 8 años. Ha crecido cuidado por su hermano de 12, dedicados a vagar buscando comida y salir adelante. Ahora está en Kwetu: tras los tres o cuatro meses de rehabilitación en el centro de Madaraka se irá, con el resto, a la casa grande en Ruai, donde comenzarán a ir al colegio, a veces acumulando dos o tres años de retraso.
Hace pocos días empezaron una nueva etapa. Nuestra meta es que casi ninguno la abandone. Y que, cuando terminen los dos años de programa, podamos ser apoyo para pagar los colegios de todos ellos.
Hay muchos niños que viven y mueren en la calle. Si Dios quiere, y nos ponemos a ello, estos ya no. Nunca más. Nunca más.
Karibu Sana trabaja con niños, y en consecuencia con familias. Permitidme que os presente a algunas, apenas un botón de muestra…
Benjamin Kipetaa y los masai
Cuando se habla de Kenia a menudo se piensa en la tribu masai. En realidad es bastante minoritaria, pero tiene un especial regusto por el peso que la tradición conserva entre sus miembros. Muchos viven en la zona del Masai Mara, destino habitual de turistas. Suyas fueron también las tierras donde se levanta ahora Nairobi: una antigua zona de marismas ahora hecha asfalto por la que conservan su derecho a cruzar con sus vacas (con el consiguiente caos de tráfico).
A Benjamin le conocí en una excursión que organizamos para los 120 niños de Kwetu. Sencillamente se unió a nosotros, con sus cuatro perros marrones, que le siguen a todas partes. Me llamaron la atención de inmediato sus inmensos dientes (que distinguen a sus padres y hermanos también), así como su simpatía, su voz rasposa y su habilidad con los idiomas (se comunica perfectamente en masai, swahili e inglés, pudiendo pasar de uno al otro sin ninún tipo de trauma). Comenzamos a charlar y me di cuenta de inmediato que Benjamin era para nosotros. «¿Viven lejos tus padres?», le pregunté. «Aquí al lado», respondió. Decidí acompañarle, pues nuestra excursión apenas había durado 10 km. El ‘al lado’ eran otros cinco, de modo que con la vuelta se hicieron 10, matando por completo mi espalda y mis pies.
Algunos niños del poblado de Benjamin, asustados por el blancoCuriosidad, boñigas y belleza
La familia vive en una comunidad masai, en magnatas, esas casas elaboradas con estiercol de vaca y maderas, y techo me acero ondulado. La de Benjamin, gracias a Dios, era toda de metal: dentro la temperatura no bajaba de 40º. Conocí a los padres, ‘adopté’ a Benjamin y a su hermana, y empezaron a ir al colegio que dirigen las sisters de Kwetu. Sus padres son muy pobres. Él pastorea ganado por estas tierras yermas, caminando durante kilómetros cada día hasta que da con pastos. Las vacas y las cabras viven con ellos, llenando el lugar de un aroma intenso. Y es que en su tradición las vacas lo son casi todo: comparten sus vidas y son útiles n tanto para el comercio de carne como para concertar matrimonios. Cada hija supone una dote, y quien tiene un buen rebaño es considerado rico. Me dijeron que apenas sacrifican una vaca al año por familia, y que de hecho muchas mueren de viejas.
Javier y el Abuelo
En mi último viaje, hace poco más de una semana, me cité con Benjamin en Ruai, la casa grande de Kwetu. Vino con otro hermano, más pequeño y de dientes inmensos. Al atardecer nos dirigimos en coche hacia su casa. Yo llevaba tiempo guardando en mi corazón la propuesta de invitar a los padres a que tomáramos cuidado también de los dos hermanos que todavía no estudiaban con nosotros. En la puerta de su magnata estaba el abuelo. «Tiene 120 años», me aseguró orgulloso Benja, y al verle le creí. El hombre, con sus lóbulos tremendamente alargados en los que lucía unos preciosos pendientes, golpeaba con el machete unos maderos, como esperando a que pasara la vida. Yo estaba rodeado, como siempre, de una nube de niños, entre divertidos y asustados. La madre de los 4 hermanos me esperaba dentro de su casa. Me regaló un collar hecho por sus manos, una pieza colorida y hermosa en la que había invertido muchas horas. A eso, y a buscar leña, cocinar, cuidar de los niños y de la casa, se dedican las mujeres masai. De la pared interior, en esa estancia pequeña con tres sobrias butacas (no sé si los niños duermen en el suelo) colgaban dos posters: uno de Jesucristo en distintas escenas del Evangelio, otro con el listado en inglés de los 10 mandamientos.
Al cabo de tres días el padre de Benjamin se acercó a Strathmore, a formalizar la ayuda a sus otros dos hijos. Es un hombre de una humildad tremenda, que se fundió en un abrazo agradecido conmigo (¡con nosotros!). Se había puesto sus mejores galas, que no conseguían disimular su origen de pastor sencillo: una chaqueta oscura con la tela rota en la juntura de mangas y hombros, que me pareció el traje más noble del mundo.
Mama Benjamin, el collar y al fondo los Mandamientos
Suelo bromear con Benjamin. Cuando me comentó que va al colegio con transporte escolar, salvando así los 5 kilómetros que me hizo andar en nuestro primer encuentro, me ‘burlo’ de él y le llamo kikuyu. «¡Un masai no se cansa al andar!, ¡tú eres kikuyu!». Ante eso se revuelve, divertido, como una pequeña fiera: los masais son orgullosos de lo propio, y en su extrema pobreza parece gente muy unida y profundamente feliz.
«Me asombran estas personas. Son tremendamente auténticas: ¡cómo aman sus traduciones!». Así se expresaba Stephen, uno de los kenianos que me acompañó en esta última visita.
Nancy y Mama George
En Kibera es normal referirse a las madres con el nombre de sus hijos. Mama George se llama en realidad Alice. A mi me gusta compararla con la CIA, pues se trata de una mujer extremadamente informada de lo que hace todo el mundo, sin demasiados escrúpulos para inventarse los elementos necesarios para que sus explicaciones cuadren. Si quieres saber algo de las familias a las que ayudamos, pregunta a Mama George, y luego réstale todos los elementos de ‘realismo mágico’ que quieras, y así te pondrás al día.
Mama George quiso inmortalizar mi visita, con Patrick
Yo creia que era madre de dos niños: George y Joshua, al que llama ‘El Negro’ por el color más marcadamente oscuro de su piel. Su marido murió al poco de nacer George, en los conflictos post-electorales de 2007, a machetazos. Cuando les conocí ella acababa de salir de prisión, donde pasó 4 meses por robar en un mercado comida para que sus hijos se alimentaran. Eran tan pobres que dormían en el suelo, y algunos meses se vieron obligados a tener como techo las estrellas, pues no podía pagar el alquiler de 15 euros que el landlord les exigia por su chabola.
La he vuelto a ver en este viaje, y casi todo ha cambiado. Hará cosa de 8 meses que le hicimos un préstamo de 20.000 chelines kenianos (unos 170 euros). Con ellos compró carbón. Con el dinero del carbón compró ropa de segunda mano, y a partir de la venta de esta ropa su poderío económico no ha dejado de crecer. Ha dejado la chabola anterior y ahora ocupa dos habitaciones en Kibera, amuebladas, con un espacio donde poder dormir. Además la zona es mejor, «y solo es el principio». Aprovecha la ocasión para presentarme a su hija mayor, que yo no sabía ni que existía. Esta acaba de tener dos niñas gemelas. «Vive con su marido en Mombasa, en la costa, y he podido pagarle el viaje para que venga a verme por Navidad».
La hija y las nietas en la nueva casa
Ahora llevamos a sus dos niños a una boarding school, un internado. Pero ella ha puesto los recursos para comprar uniformes y cuadernos. «También quiero empezar a devolver el crédito que me diste, para que podáis ayudar a más personas», me cuenta. Quedamos en que este mes entregue el equivalente a 17 euros. Ella está orgullosa de saldar sus deudas.
«Javier, me habéis cambiado la vida. ¡Os estoy tan agradecida», indica. Y luego empieza a relatarme el who is who de las familias a las que ayudamos. No puedo no recordar a la Susanita de Mafalda.
George y, al fondo, Victor
Nancy es una kikuyu a la que casaron a los 16 con un anciano masai. Este falleció cuando tenian cinco hijos, siendo Winslet, la pequeña, apenas un bebé. Ahora Winslet es una adolescente muy guapa que tenemos en otro internado. Su hijo mayor murió el año pasado en un accidente de moto. Nancy cuida de la viuda y de sus dos nietas. A la mayor, Immaculate, de apenas 6 años, la llevamos al colegio.
Nancy en su nueva casa de Kibera
Ayudamos a Nancy con un préstamo para empezar con una granja de gallinas en el trozo de tierra que le dejó por herencia su marido. Empezó con 100. Vendió huevos y después todas las gallinas. Con el dinero que ha sacado se compró un ‘edificio’ de 10 habitaciones en Kibera. Ya ha alquilado todas (7 a una escuela) menos la que ha guardado para sí. Con el dinero de estos alquileres se comprará en febrero 200 gallinas, con idea de seguir doblando su capital.
Nancy y su proyecto inmobiliario.
Le hemos pedido que desde este mes empiece a devolvernos el préstamos (en este caso algo más de 1.000 euros), para que así podamos seguir con nuestra espiral de desarrollo.
La familia Njeri
Termino con ellos. Les conocí a raíz de su hijo Peter, uno de tantos niños de Kwetu. «Me escapé de casa porque pasábamos hambre, y pensaba que era por mi culpa», me dijo hace dos años.
Un día me encontré con la madre en Kwetu. «¿Te podemos ayudar con la educación de tus hijos?», pregunté. Aceptó encantada: tenían 9.
Damaris, la mayor, y Peter, están en internados. Stephen ha dejado de estudiar, porque no es lo suyo, pero cuando cumpla los 18 podremos enviarle a Eastlands College of Technology, un centro de formación profesional en el que podría aprender a ser mecánico.
Peter. Se tatuó tres lágrimas en la mejilla arrepentidoCon Peter, Judy y Esther, en Strathmore, hablando de los colegios
Las pequeñas son impresionantes. Me vinieron a ver en este viaje tras mandarles dinero para los billetes de matatu (las furgonetas descacharradas que hacen de transporte público en Nairobi). Una de ellas, mi querida Esther, de 10 años y capaz de hablar en un elegantísimo inglés, me pidió hablar conmigo en un aparte. Nos sentamos. Me dijo: «Prométeme que me harás el favor que te pido». Prudentemente le respondí que primero necesitaba escuchar su petición. «¡Prométemelo!», me insistió. «¿Qué quieres?». Y entonces lo dijo:
«Quiero irme contigo mañana a España. Quiero vivir contigo, que me lleves allí al colegio y que cuides de mí. Volveré a Kenia para hacer la carrera, pero por ahora necesito que me lleves a tu lado».
10 años. La miré a los ojos. Llevaba un precioso vestido gris, largo, y un pañuelo de naranja fuerte en la cabeza (pertenecen todos a una secta protestante que anima a las mujeres a llevar el pelo siempre cubierto, y así lo hacen desde que son bebés).
«Esther, ¡no puedo!»
«¿Por qué?»
«Por que lo dice la ley. Si te llevara conmigo al aeropuerto a ti te devolverían a casa y a mi me detendrían. Es imposible».
Con Esther, llorosa porque no se vino a Madrid
Inmediatamente rompió a llorar desconsolada.
«¡Llévame contigo! ¿Por qué no puedes? ¡Llevame!».
La consolé como pude. Prometí seguir cuidando de ella, de sus hermanos, y que cuando fuera ya mayor a lo mejor me la traía a España para hacer la carrera, que no podría olvidarla, que tenía en sus manos mi promesa. Eso la tranquilizo.
Al día siguiente, a través del increible trabajo de mi mano derecha en Kenia (Michael Babu) nos enteramos de que sus padres nos trataban de engañar con las matrículas de los colegios: habían llegado a un acuerdo con el administrador de un colegio que había preparado una ‘fee structure’ (un papel con los precios) tremendamente hinchado para repartirse entre ambos el superhabit. Entiendo yo que la situación de esos padres es desesperada (él fue despedido de su trabajo por alcohólico, ella me dijo que ingresa cada día unos 4 euros tras diez horas de trabajo…), pero aún así han roto la necesaria frontera de la confianza.
Entiendo ahora mejor las lágrimas de Esther. Y llevo varios días, junto con Michael, tratando de dilucidar cuál es en estas circunstancias el significado de la palabra ‘justicia’.
Llegué hace dos días a España. Jornadas intensas en Kenia, con múltiples visitas de familias y a familias, además de casi 20 horas de clase en poco tiempo. Quizá las conversaciones más importantes han sido con Sister Carol y Stephen, directora y administrador de Kwetu Home of Peace, el centro para rehabilitación y rescate de niños de la calle.
Tenemos un montón de proyectos ideados con ellos. Os los contaré en breve. Todos apuntan a dos objetivos: la sostenibilidad de Kwetu, y ayudar a que los niños no vuelvan a la calle cuando terminen sus dos años de estancia con las Sister
En esta entrada solo quiero que veáis las caras de algunos de estos niños. Eso os ayudará a adivinar sus edades. Cada uno de los retratados, en estos rostros con historia, ha vivido solo en la calle al menos tres meses. Algunos lo han hecho durante varios años. Todos han sobrevivido robando, escarbando en la basura, pidiendo limosna, durmiendo al raso en una ciudad dura como Nairobi, sufriendo violencia (física y, a menudo, sexual). Algunos, muchos, han sido también drogadictos, usuarios de pegamento o keroseno, porque eso les ayudaba a olvidar el frío, el miedo, el hambre y la soledad.
Ahora tienen un hogar e, indirectamente, tú y yo somos parte de su nueva familia.
El más pequeño de los que están en Kwetu: 7 añosDavid, de 6º de primaria. Seis meses en la calle.Las cicatrices que deja una vida duraAllan, también de 6º, de simpatía arrolladora.Romeo, el mejor rapeador del grupo.Los ‘mayores’: Anthony y Brian, que empiezan 2º ESOKevin sabe bailar mejor que nadieLa sonrisa: el gesto más habitual que hay en sus caras
Mis días en Nairobi se suceden rápido. Además he empezado con mis clases en un master universitario: ayer fueron seis horas y no me dejaron tiempo para mucho más (pude contestar unas llamadas, mandar algo de dinero para viajes de vuelta al colegio, consolar a otros, empujar unas gestiones que pudieran devolver la confianza a un matrimonio que se encuentra anímicamente por los suelos, etc.). Tengo la sensación de que esto nunca me había parecido tan intenso, ni tan duro: ver a gente que sufre, para los que no parece haber salida, puede ser desasosegante. Y ver tanta miseria, tanta pobreza, la basura por las calles, los olores, me sigue impresionando. Y, sin embargo, no dejo tampoco de encontrarme con maravillas: personas que gracias a nosotros han pegado ya un cambio radical a sus vidas (os hablaré en breve de nuestras business women) y, sobre todo, los niños. Os pongo unas fotos como muestra.
Moses Javier, lleno de vida
El primero es Moses Javier, ese niño al que adoptaron mis amigos Oloo tras llegar al acuerdo de que yo les echaría una mano en el sustento. Es un niño muy simpático, juguetón, que investiga el pequeño mundo de la sala de estar de su casa con intensidad, y que destila vida por todos los poros. Solo por él, merece la pena la experiencia Karibu Sana.
La princesa de Nairobi
Su hermana Joan, a la que quise invitar a España, y que pasó un mes en casa de mi hermano y en el colegio de mis sobrinas. Eso le ha abierto tremendamente los ojos, le ha regalado otra perspectiva, y espero que le haya ayudado mucho. Ellos viven en una casa normal, con las estrecheces propias de personas acostumbradas a dar mucho a los más pobres, si bien su padre tiene un empleo e ingresos fijos gracias a su trabajo como mantenedor del mayor hospital del país. Joan es muy buena chica, sencilla, callada, alegre y bromista. A la vez sufre las penas propias de las adolescentes (¡la vida se les llena de tremendos ‘dramas’) y es encantadora.
Winlest Lankas, alegre, divertida y en el futuro ¿abogada?
O Winlest Lankas Selayan, nuestra alumna masai. Lleva con nosotros dos años y se cambió el último trimestre a un internado donde pudiera estudiar Ciencias Sociales (aunque, horror, la Química es obligatoria para todos). Vive en el colegio y las vacaciones las pasa a caballo entre su casa en Kibera o el terreno que tiene su madre en tierra masai, donde se dedica gracias a nuestra ayuda a la cría de gallinas. Winlest es callada, le encanta llevar gorros o ponerse pelo de colores, es muy aplicada y está en proceso de bautizarse, lo que le hace una gran ilusión.
Immaculate, huérfana, soñadora, con mirada profunda
Immaculate es su sobrina. Quedó huérfana de padre en diciembre de 2016, mientras este ayudaba a la madre de Winslet a construir el gallinero. Tanto esta niña como su madre, la viuda, viven ahora con la madre de Lankas. Eso sí, les dije que nos encargaríamos nosotros de la educación de la pequeña, y así lo hacemos. Para la foto puso su disposición de modelo (¿cómo es que esta niña sabe perfectamente cómo hay que posar). Me hizo gracia comprobar que el jersey que lleva es el mismo con el que la conocí hace 14 meses: en Kenia las cosas duran.
David, delgado, pequeño, líder entre los suyos
David vive en Kwetu. Cuando vine a Nairobi en junio había huído de allí. Me dio tanto coraje que me lancé a su busca. Fui a la estación de autobuses de Nairobi (un lugar donde reina un caos que no podemos imaginar, lleno de ruido y furia que nada significa…) y concentré a un grupo de 30 niños de la calle que andaban por ahí (sucios, la ropa negra de mugre, las botellas de plástico con pegamento insertadas en la boca) y les mostré la foto de este niño mientras mi acompañante (un niño de Kibera) se apartaba asustado por ellos. Uno de los presentes me dijo que le conocía, y que le daría mi recado: «El muzungu (blanco) ha vuelto, y te busca». Coser y cantar: al día siguiente volvió a Kwetu y me acerqué a abrazarle, y a sacarle la promesa de que no volveria a hacerlo. El viernes estaba en la casa madre de Kwetu en Ruai. Volví a asegurarle (a él y a la monja principal) que podía contar con nosotros: que seríamos su esponsor y que no tenía nada que temer. Es de los niños que no puede volver con su familia: son tan pobres que en cuestión de días David estaría de nuevo en la calle. Rezo porque no le perdamos.
Víctor: verle siempre es sorprendente
Sabéis de mi debilidad por Víctor. Y está bien fundada: es el niño que removió mis entrañas de modo que nos lanzamos a dar comienzo a Karibu Sana. Su familia está sufriendo un montón por el mordisco de la pobreza: llevan una semana que solo pueden comer una vez al día, y de un modo tremendamente básico. Se me rompía el alma al ver a sus padres (ninguna formación, corazones gigantes) tan hundidos. Y, sin embargo, Víctor no ha dejado ni un segundo de darme lecciones. Primero de humildad: me dijo que pensaba que lo mejor sería repetir 7º, porque tiene muy mala base. Es verdad: cuando le conocí había perdido ya dos años de escuela. Si no nos hubiéramos encontrado ya serían cuatro y no habría nada que hacer. Con 15 me plantea repetir nuestro 1º de la ESO (que se hace a los 12/13). Yo le he dicho que no: que pase a 8º (2º de ESO) para acabar la primaria y que si no sale bien repita. Quiero además llevarlo a un internado, de modo que esté en mejores condiciones y los padres tengan una boca menos que alimentar. Me ha vuelto a dar también lecciones de generosidad: nos invitaron a una Fanta en una de las casas que visitamos. Yo dije que no quería (sé lo que gana la mujer de esa casa) y él no dejaba de obligarme a tomar de la suya, ¡el mismo día en que llevaba sin probar bocado desde la noche anterior! Me conmuevo al pensar lo que le quiero, y lo que me encantaría que realmente salgan adelante. Trabajo muy seriamente en ello.
No tenía escapatoria: bebería de su fantaEsther, flor de mayo
Su hermana Esther no le va a la zaga: de 11 años, muy pequeña de tamaño, delicada como una flor de Mayo, muy responsable, que sufre por el hambre y por no tener zapatos, y porque es una niña presumida (porque es una niña normal, fantástica), y que lloraba desconsolada cuando le dije que tenía que marcharme, aunque durante mi larga visita su vergüenza casi no le dejara ni atreverse a mirarme.
Benjamin Kipataa con su abuelo, en la puerta de su magnatta
Le tengo especial cariño también a Benjamin (en realidad, me parece que a todos los niños que conozco). Él es masai. Tiene la voz rasposa. Habla con fluidez tres idiomas (masai, kswahili, inglés) y, aunque también es pequeñajo, tiene ya 14 años: ahora empieza 8º, donde deberá ponerse las pilas porque a fin de curso se enfrenta al examen de ingreso a la secudaria (como Víctor). Vive en un poblado masai. Llaman a las casas magnatta (pronunciado mañata). Las auténticas se construllen con maderas y el estiercol de sus vacas: algunas de las del poblado son así. Gracias al Cielo la suya es de planchas de metal. Viven entre los rebaños de vacas y cabras, él, sus hermanos y padres y otras siete familias. Los niños corretean sucios entre el estiercol y el polvo, y son tremendamente felices. Me presentó a su abuelo, «tiene 120 años», me aseguraba. Otra anciana se me acercó ataviada con las coloridas ropas de los masai (las mujeres usan verde y amarillo, mientras que los hombres rojo). Los dos viejos tenían tremendamente crecidos los lóbulos de las orejas. Benjamin no: aunque pastorea vacas desde los seis años, viste como un niño normal , aunque viven en una pobreza asombrosa. Su madre quiso regalarme una de las joyas que prepara con abalorios (una pieza para el cuello realmente bonita). Con una decisión que se cultivaba hace ya meses en mis adentros, le dije a la buena señora que pagaremos la escuela no solo de Benjamin y de su hermana, sino también de sus otros dos hijos: ellos comprarán los libros, o al menos compartiremos ese esfuerzo, y nosotros pondremos la semilla de la educación en esta comunidad misteriosa, antigua como la humanidad.
Emmanuel, con su alegría trasciende su sufrimiento
Por último, mis debilidades no tienen fin, la foto de Emmanuel. Es el chico que casi muere de un problema renal el año pasado. Nosotros pagamos la factura del hospital. Para que os hagáis una idea, nos hemos lanzado con la reforma de la casa principal de Kwetu (baños, cañerias, rehacer algún muro, mosquiteras para 50 literas, 220 litros de pintura, los sueldos de los obreros…) y nos va a costar bastante menos que su tratamiento (por cierto, ¡necesitamos inversores!). Volvió al colegio hace dos días. Vive en Kwetu cuando está de vacaciones pues en su casa sufrió todo tipo de violencia. Es un misterio lo bueno que es, el modo en que mira, su increible sonrisa, su paciencia.
Flores en el estercolero. No puedo evitar el recuerdo de esa idea de Hanna Arendt: con cada persona empieza siempre, de forma radical, la novedad, lo nuevo. La vida de estos niños no la querríamos para los nuestros. Pero late con una fuerza inmensa, y llena de esperanza. Tú y yo podemos cuidar de ellos, arroparlos con nuestra atención, asegurarles algo mucho mejor de lo que en principio les espera.