La historia de Samuel

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Samuel

Os quiero contar la historia de Samuel. Ayer estuve charlando con él durante mucho rato. Vive en Kwetu, el refugio para niños de la calle que está a tres minutos de mi casa.

Volví a visitarles (es la tercera vez en dos semanas) porque les vuelve locos de alegría la presencia de un muzungu que encima es University Professor: sienten que son importantes, o que importan a alguien. Y tienen razón: se han abierto un hueco gigantesco en mis preferencias, de las que acabarán ocupando el primer puesto. Me acompañaba Javan, uno de mis alumnos del Bachellor of Commerce, con el que crucé dos palabras sobre este proyecto esta mañana en clase y me pidió acompañarme. Allí estaba, elegantemente vestido con una chaqueta fantasía a base de paramecios, volcándose en kswahili (la única lengua que hablan la mayoría de estos abandonados) y disfrutando tanto como yo.

Dedicamos la tarde a hacerles hablar: «¿Qué queréis ser de mayor?». Y nos dieron sus respuestas de niños: «Ingeniero; Piloto; Ingeniero; Profesor de Universidad; Abogado; Piloto; Ingeniero de software; Médico; Piloto; Cirujano; ¡Sacerdote!». «¿Y cómo se puede llegar a la universidad?». «Estudiando mucho; Obedeciendo a los profesores; Haciendo los deberes; Aprendiendo Inglés; Mostrando respeto a Dios, a los padres, a los profesores y a los compañeros», etc.

Salí a airearme un poco: tantas frases en lenguas africanas se pueden hacer cargantes. Él me miró a los ojos, le realicé un gesto con la barbilla, y de mil amores me acompañó al patio exterior de Kwetu, donde cocinan, tienen las duchas y se distribuyen las entradas al comedor/cuarto multiusos y al dormitorio colectivo (literas con colchones cubiertos por delgadas y coloridas mantas maasai y un armario en el que cada uno tiene un hueco donde dejar ordenadas la totalidad de sus pertenencias –otro pantalón, tres camisetas, un escueto jersey, desde que empecé yo a adquirirlas alguna muda–).

Nos sentamos en un pequeño alféizar junto a las duchas, iluminados por la única luz del comedor (en pocas semanas les ayudé a colocar siete fluorescentes más por toda la casa, no tenían dinero para esa compra e instalación de 70 euros). Casi sin querer, Samuel comenzó a relatarme su historia. Ahora tiene 13 años, es increíblemente simpático, y listo. Justo acababa yo de decirle que me levanto a las 5:30 de la mañana cuando él me respondió:

– Pues aquí, entre semana, nos levantamos a las 6:30. Pero en la calle podían darme las 8:00. Era por culpa del pegamento, ¿sabes? Me hacía estar como en una nube y no era capaz ni de ponerme de pie.

– Cuéntame tu historia, Sammy», le pedí, y bajamos el tono de la conversación a los volúmenes de la intimidad. A él le cuesta expresarse en inglés –a mí también–, y le resulta cansado. Pero se esfuerza en intentarlo, aunque a veces le salga el discurso a trompicones. «¿Cómo es la vida de la calle?

– Lo que te digo. Yo olía cola. Era barato: 10 chelines y comprabas una botella con cola fresca en el fondo. Te la vende cualquiera: un zapatero, por ejemplo, que realmente hacen negocio con nosotros, los niños de la calle. Te pones la botella en los labios y respiras por ahí. En seguida estás adormecido: ves que no hay coches para cruzar la calle, pero ellos están allí, y casi te atropellan. Ves a una persona junto a ti, pero en realidad está lejos, o ni siquiera está. La cola hace daño a los pulmones, y sobre todo al cerebro. Yo la empecé a usar desde la primera semana, cuando me escapé de casa. También olíamos keroseno: echas un poco en un trozo de cartón, o en un trapo, lo doblas en una cuña, y pones ahí la boca y la nariz para respirar. ¡El keroseno sí que es rápido! En momentos estás totalmente colocado.

– ¿Dónde vivías? Cuando estabas en la calle, me refiero.

– Nos organizamos por grupos. Al principio, cerca de la estación de autobuses de Nairobi. Allí la gente tira restos de comida, porque se va el autobús, o porque se han llenado la tripa. Te pones a desenrollar servilletas y siempre aparece algo que mascar. Con eso podíamos alimentarnos si nadie nos invitaba a un té. Luego descubrimos el barrio donde están los hoteles[1]. Ahí, si consigues revolver en los cubos de basura, encuentras sobras. Lo malo, que a veces después te dolía la tripa porque habías comido algo en mal estado, y no teníamos dinero ni para el médico ni para medicinas. Además hay que escapar de los guardas de seguridad: si te pillan te dan de palos. Pero no son los peores. Los que son realmente malos son los policías. Esos dan auténticas palizas. De ordinario dormíamos en la calle: encuentras un trozo de tela, un saco, y te metes en cualquier sitio. Pero cuando llega la policía te pegan para que te marches de allí. La paliza es lo primero, te despiertan a porrazos y a insultos. No tienen nada más que ofrecer. A veces están borrachos y golpean con más ganas. En otras ocasiones te detienen. Te llevan a Mantuba, que es como una cárcel para niños, y te meten en una celda muy pequeña en la que hay ya muchos otros niños y niñas de la calle, y también madres que viven en la calle. Estas son casi todas jóvenes, y no saben quién es el padre de sus hijos o están borrachas o colocadas. En la celda no puedes tomar droga. Pasas frío, miedo, hambre y muchas veces no puedes ni tumbarte. Allí te tienen unas horas, te vuelven a pegar, y luego te llevan a un centro de menores, en Bukima, donde pretenden encerrarte. Los niños a veces son tan pequeños que no saben escapar. Los hay de cinco, de tres años. ¡Pero yo sí que sé!: me he evadido dos veces de ese sitio. ¡Dos veces! La última porque nos encerraron a todos los que pudieron encontrar antes de la visita del Presidente Obama: querían las calles limpias de niños y nos metieron allí. Yo huí saltando un muro con otros amigos. Queríamos droga, y no queríamos que nos pegaran. Echamos a correr como locos y no consiguieron volvernos a atrapar. En la calle vimos que pasaba un camión y nos agarramos a la parte de atrás sin que el conductor se enterara. Al cabo de pocas horas estábamos de nuevo en town con la vida de siempre: mendigar, robar…, y colocarnos. A los pocos días, estando yo medio inconsciente por el pegamento, se puso a mi lado uno de los Teachers de Kwetu y me propuso venir aquí: ‘No tengáis miedo, os ayudaremos, comeréis, volveréis a ir a clase y no os vamos a pegar nunca’ nos dijo. Yo me apunté. Otros no quisieron, y supongo que siguen por allí. O a lo mejor han muerto: mueren muchos, ¿sabes? A veces pienso que la comida de algún hotel la ponen envenenada para deshacerse de nosotros. Llevo aquí dos meses. Cuando entramos –éramos 25 a la vez– lo primero que hicieron fue cortarnos el pelo y darnos la oportunidad de tomar un baño: ¡bañarse! Hacía semanas que no me lavaba. Eso es de las cosas más desesperantes de la calle: lo sucio que estás, lo que hueles a cola y a mierda. Yo era un niño muy limpio en casa, ¿sabes? Además nos dieron ropa. En la calle puedes estar dos, tres, semanas con la misma ropa. Es asqueroso por cómo huele. Además se llena de pulgas. Casi todos tenemos parásitos, en la cabeza, en las partes íntimas, y te pica todo el cuerpo. Aquí estoy limpio, y soy muy feliz.

De hecho, tras nuestra conversación pasamos por la habitación donde duermen todos los niños y Samuel me enseñó su pequeñísimo trozo de armario, un espacio en el que reinaba un orden maravilloso de camisetas y pantalones bien doblados. Observé el orgullo en sus ojos: el orden de sus cosas diciendo al Mundo que él no es un animal, que es una persona. Lo mismo ocurrían en los huecos de los demás: en Kwetu les ayudan a recuperar su sensación de dignidad con esas pequeñas cosas: orden, juegos, ser escuchados, comida, sonrisas, canciones.

– Sammy, ¿cuándo empezaste a vivir en la calle, y por qué?

– Hace ocho meses. Tenía doce años entonces. Mi padre es un borracho, y no hacía más que pegarnos. Unas veces traía comida, otras no, y borracho nos pegaba, cada tarde, primero mi madre y luego nosotros. Somos tres hermanos. Mi madre no podía con todos y decidió mandarme con los abuelos. Viven en un pueblo cercano a Nakuru, a 200 kilómetros de Nairobi. Estando con ellos es cuando decidí escapar: mi abuelo tiene mal carácter y me pegaba con ganas por la menor excusa. La abuela no era mejor, era violenta y siempre malhumorada.

Así que un día que tenía colegio cogí una mochila, escondí en ella ropa de calle, salí de casa, me metí detrás de un seto y me quité el uniforme dejando atrás mi vida miserable. Mi vida en la calle empezó en Nakuru[2]. Era una existencia dura, porque los niños de la calle abundan allí y no es sencillo encontrar qué comer. Puedes tratar de robar unos tomates en el mercado, pero te acaban pillando y entonces te cae una buena. Me daba miedo también que mis abuelos me encontraran: ¡la paliza que me darían entonces! Además en Nakuru hace frío, y llueve bastante: lo pasaba muy mal. Un día lo hablamos tres amigos. Uno de ellos, Thomas, nos dijo que en Nairobi es donde está el dinero. Nos fuimos envalentonando unos a otros y decidimos ir a la capital. En mi mochila tenía algo de comida para ese primer día. Nos pusimos a andar a las 10 de la mañana y no paramos hasta las 7 de la tarde, cuando ya era de noche[3]. Dormimos al raso, donde caímos, y acabamos con nuestras pobres provisiones. Al día siguiente seguimos caminando. Un rato logramos que un camión nos llevara, pero el resto fue andando por una vía de tren. La verdad es que no sabíamos dónde estaba Nairobi ni cuánto faltaba hasta llegar allí: se trataba de seguir el camino, ¡de no rendirse! Aquella noche, sin comer en todo el día, encontramos unas cabañas. Nos acercamos desesperados pidiendo algo de ayuda (comida, cualquier lugar donde dormir). En ellas había gente que vendía droga. Eran tipos muy peligrosos a los que no les hizo gracia que nos entrometiéramos en su negocio. Nos comenzaron a pegar, y a pegar, y a pegar. Yo lloraba y no entendía nada. ‘¡No me peguen, no me peguen!’, chillaba, pero no me hacían ni caso. Pensé que me mataban. Por fin, una mujer mayor –sería la madre del clan– les dijo que nos soltaran. Nos dejaron dormir en un rincón y a la mañana siguiente nos acercaron un poco. ¡Me dolía todo el cuerpo! Además –eso no podía decirlo– tenía un miedo terrible. A 30 kilómetros de Nairobi, cuando llegamos a Thika, supimos que estábamos cerca. En Thika hay una estación de autobuses muy grande. Allí, Danny, el tercero que venía con nosotros, encontró un hueco en un autobús que iba hasta Nairobi y que arrancó antes de que subiéramos Thomas y yo. Nunca le hemos vuelto a ver. ¿Qué fue de él?, ¿por qué no estaba luego entre los demás niños de la calle?, ¿qué le pasó? Solo Dios lo sabe, porque yo no. Los dos llegamos a Nairobi y ahí nos contaron otros street boys dónde conseguir comida, y dónde conseguir pegamento. Y empezó así mi vida en la capital, ‘la ciudad del dinero’. ¡Jo!, ¡cómo me engañó Thomas!

– ¿Saben tus padres que estás aquí?

– No, no saben nada de mí hasta el momento. A mi madre iré a buscarla cuando pueda ayudarle. Lo mismo que a mis dos hermanos pequeños. De mi padre no quiero saber nada: es un borracho. Eso era mi padre: un borracho.

Le escucho con el respeto de quien asiste al relato de algo sagrado: ¿cómo debía ser su vida para, a los 12, embarcarse en esa aventura? A la vez observo, complacido, que su camino le ha conducido –hace dos meses– hacia un lugar donde puede ser feliz. Y entiendo que eso se puede leer como la acción de la misericordia de Dios: ¿cómo permite Dios la existencia del mal? No tengo ni idea. Pero veo que también inspira el bien en ambientes que son la espalda del mundo, ambientes que a la inmensa mayoría de los seres humanos (empezando por la población de Nairobi) no nos importan. Gracias a la generosidad de las Religiosas y de los voluntarios de Kwetu –y de tantos otros que dan su tiempo, su carrera profesional, su dinero– estos niños ahora saben lo que significa ser queridos. Por cierto, Sammy es el que ha dicho que en el futuro querría ser profesor universitario. ¡Ojalá lo consiga![4]

···················

[1] No se refiere a lo que nosotros entendemos por hotel, y mucho menos a establecimientos de lujo. Un hotel es cualquier local, a menudo una chabola, en el que se ofrecen menús del día por dos o tres euros: ugali, lentejas, algún trozo de estofado, etc.

[2] Nakuru, a 1800 metros de altitud, es la 4ª ciudad de Kenia, quizá con millón y medio de habitantes. La población de street children allí es elevada. Hace orilla con el Lago Nakuru y con el parque nacional del mismo nombre.

[3] El camino de Nakuru a Nairobi, además de largo, exige subir un buen puerto de montaña absolutamente desbordado por los camiones que hacen el camino de ida o vuelta Mombasa–Uganda. Dicho puerto tiene fama también por el elevado número de robos nocturnos que perpetran auténticos bandoleros.

[4] A las cuatro semanas de esta conversación, Samuel –dentro del plan del programa de reinserción de Kwetu, fue por primera vez a visitar a sus padres. A punto estuve de acompañarle, pero mis clases universitarias me lo impidieron. El reencuentro fue bien. Después, en los distintos periodos de vacaciones, Samuel a vuelto a casa a estar con ellos y con sus hermanos. En octubre de 2016, ya en Ruai, la casa principal, Samuel recibió el bautismo como católico y ve muy bien en los estudios.

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